«Nuestra verdadera nacionalidad es la humana».
H. G. Wells
Para la siguiente entrevista, escogí un autor que me enamoró de joven, cuando leí La guerra de los mundos en una de esas ediciones de Clásicos Juveniles.

En un primer lugar, acudí a la señora Rubinstein, la médium que me había facilitado el contacto con el señor Poe. Sin embargo, después de varios intentos de contactar con el espíritu de Herbert George Wells, Rubinstein se dio finalmente por vencida. Wells, un convencido ateo, se negaba a utilizar un medio tan poco científico para contactar conmigo.
Decidí utilizar medios menos ortodoxos. Debía viajar al pasado. Llamé a nuestro compañero Leno Bermúdez, y le pedí prestado la versión más avanzada de su máquina del tiempo, la que había ideado para Destino: El retorno infinito. Había conseguido miniaturizar su armadura temporal hasta ocupar solo el tamaño de unos shorts. Su uso fue ampliamente debatido, ya que es de sobra conocido el peligro de que pises una boñiga de vaca en el pasado y, como consecuencia, Paquirrín domine el mundo. Así que tomamos la decisión de que viajara hasta el 12 de agosto de 1946, un día antes de que el señor Wells pasara a mejor vida.
Viajé a Londres, donde los grajos se arrastran por el suelo, armado con papel y pluma, una petaca de orujo y mis gayumbos temporales, y me escondí en el Regent’s Park, frente a la última casa que habitó Wells.
Activé el dispositivo y a mi alrededor comenzó a moverse todo como en las antiguas cintas de VHS cuando le dabas al rebobinar. Al principio me hizo gracia, pero después me mareé bastante. Creo que allá por 1975 dejé un regalito junto a un árbol: pensé en Paquirrín.
Cuando llegué a la fecha indicada, me deslicé en el interior del número 13 de Hanover Terrace, hasta la habitación del señor Wells. «¿Cómo?», me preguntaréis. Pues con un camuflaje óptico que me hacía un hombre invisible.
En una butaca estaba sentado mi objetivo. El cáncer le había dejado demacrado, aunque todavía los ojos le brillaban con la inteligencia de la que había hecho gala este escritor, novelista, historiador y filósofo británico, con más de cien obras a su espalda.

SAMIR DABIAN: Señor Wells. ¿Le importaría darnos unos breves retazos de su infancia?
H. G. WELLS: Nací el 21 de septiembre de 1866, en el seno de una familia muy humilde. A los once años mi padre sufrió un accidente que le impidió trabajar. Por eso mis hermanos y yo tuvimos que comenzar a trabajar muy pronto.
S.D.: ¿De qué?
H.G.W.: Mi primer empleo fue de aprendiz textil. Por eso conozco de primera mano las miserias de la clase obrera. Siempre me acuciaban los problemas económicos. Estudié en una escuela de gramática, y luego Biología en la Normal School of Science, una parte del Imperial College de Londres. Allí fui uno de los fundadores de la revista escolar The Science School Journal.
S.D.: Fue entonces cuando se interesó por la ciencia (Wells asiente y comienza a toser. Le ofrezco un trago de orujo de mi petaca para que se aclare la garganta). ¿Cuándo fue su primer contacto con la literatura?
H.G.W.: A los nueve años, al romperme la tibia, lo que me llevó a estar mucho tiempo de reposo. Eso propició que aprovechara el tiempo para leer los libros de la biblioteca local que me traía mi padre. Descubrí autores como Charles Dickens o Washington Irving. Gracias a esos maestros despertó en mí el deseo de escribir.
S.D.: Después de graduarse en Zoología, usted colaboró en diversas revistas y periódicos.
H.G.W.: En efecto. Aunque siempre me perseguía la pobreza. En 1891 estaba instalado en Londres y casado con una prima lejana, de la que me separé diez años después. Durante esa época estudiaba, investigaba, daba clases particulares y comencé a publicar mis primeros trabajos de carácter pedagógico en una revista científica. Ese ritmo de vida frenético desembocó en una tuberculosis, momento en el que abandoné todo y me dediqué solo a escribir.
S.D.: Se le considera el «padre de la ciencia ficción».
H.G.W.: Creo que ese honor le corresponde a Julio Verne.
S.D. Pues, junto a Verne y Hugo Gernsback, usted ha inspirado a otros grandes autores de este género. Imaginó viajes en el tiempo, invasiones alienígenas, invisibilidad e ingeniería biológica.
H.G.W.: No hay que quedarse solo en la apariencia, joven. Todas mis obras están influidas por mis convicciones morales. La ciencia ficción es el género perfecto para poder hablar de estos temas universales.

S.D. ¿Por ejemplo?
H.G.W.: En La máquina del tiempo abordo el tema de la lucha de clases; en La isla del doctor Moreau y en El hombre invisible, los límites éticos de la ciencia, y en La guerra de los mundos, hago una crítica de los usos y costumbres de la época victoriana y las prácticas imperialistas británicas.
Hablaba como si estuviera ante un auditorio. Por un momento incluso la enfermedad parecía haber remitido. Wells me dio un discurso convencido de que la ciencia y la educación iban a ser los baluartes de la sociedad del futuro en la que la especie humana daría un salto. Durante los últimos años de su vida, se había dedicado a defender en escritos y conferencias todo aquello que consideraba positivo para el progreso, así como a criticar los grandes conflictos bélicos que habían asolado Europa.
S.D.: Usted también cultivó otros géneros, no solo la ciencia ficción.
H.G.W.: Mi editor siempre me insistía en que abandonase una literatura que consideraba de simple entretenimiento. Las posteriores Kipps y Tono-Bungay beben de la realidad contemporánea y de mi vida personal, se pueden considerar novelas familiares. Después también escribí otras obras más didácticas o sociológicas, como El nuevo Maquiavelo y El mundo liberado.
Me percaté de que, después de su discurso humanista, el bueno del señor Wells se encontraba agotado, así que pensé en dar por concluida la entrevista. Aunque me quedaba una última pregunta que hacerle. Una típica y tópica que nos hacían a todos los escritores:
S.D.: ¿Qué importa más? ¿Lo que escribe o cómo lo escribe? ¿La forma o el fondo?
H.G.W.: Yo hago honradamente lo que puedo por evitar repeticiones en mi prosa y cosas así, pero, quitando un pasaje de altura, no veo el interés de escribir por la belleza del lenguaje sin más.
Le dejé en la cama, roncando después de haber agotado mi último trago de orujo. Activé el camuflaje que me otorgaba la invisibilidad y salí de la casa sin mayor percance. En la calle, oí un ruido en el cielo que me llevó a pensar en si no podían ser los marcianos, que bien podían invadirnos ya. Seguro que cuidarían el planeta mejor que nosotros… Lástima que la humanidad no fuese un poco más como Herbert George Wells y pensase en la ciencia como un catalizador del bien común, no como en un simple mercadeo.
Antes de activar el dispositivo de Leno, decidí visitar The Ten Bells y tomarme un par de pintas a precios de 1946.
Nota: Este artículo se publicó originariamente en el blog del Grupo LLEC
