ENTREVISTAS POST MORTEM: Isaac Asimov

Escribir es un trabajo solitario. Incluso si un escritor socializa con regularidad, cuando llega al verdadero negocio de su vida, es él y su máquina de escribir o procesador de textos. Nadie más está o puede estar involucrado en el asunto.

Isaac Asimov

En esta ocasión, la planificación de la entrevista hizo que me pusiera muy nervioso, hasta el borde del colapso.
Tenía dos buenos motivos. Primero, entrevistar a quien puede considerarse como uno de los mejores, si no el mejor, escritor de ciencia ficción de todos los tiempos: el maestro Isaac Asimov.
El segundo era el viaje en sí.
No me dejaron llevar maleta alguna. Ni una mísera bolsa de deporte con un par de mudas.
No sé cómo David Lorén Bielsa había conseguido el contacto, pero en menuda me metió. Un todoterreno negro con las lunas tintadas me recogió en mi casa. No se me permite decir adónde me llevaron, pero el viaje en coche duró varias horas.
Cuando llegamos al destino, me sometieron a un proceso de desinfección que ríete tú de los NRBQ. Mi ropa, junto al resto de los enseres, quedaron almacenados para recogerlos a la vuelta. Tuve que insistir, ya que por ellos hubiesen incinerado todo. El miedo de los espaciales a las enfermedades de la Tierra era cercano a la paranoia. No explicaré, por pudor, el proceso de desinfección, pero solo indicaré que desconocía la cantidad de agujeros por limpiar que tiene mi cuerpo.
Una vez pulcro y sin un microorganismo ni virus —¡jódete Covid-19!— en mí, descendí por un ascensor hasta el subsuelo del edificio, situado en las afueras de XXXX, o sea: en el culo del mundo civilizado. Allí me esperaba una estilizada nave espacial.
Un hombre alto y delgado, de suaves rasgos y mejores modales, me ayudó a enganchar las correas de sujeción para no salir despedido en el despegue. Es de sobra conocido en mi familia mi pánico a volar, no llego a la fobia que tuvo Asimov (padecía de aerofobia), pero suelo dejar señales de mis uñas en los reposabrazos de mi asiento. Sin embargo, la pastilla que me sirvió ese Adonis espacial hizo que me tranquilizara al momento. «¡Esa mierda sí que es buena!», exclamé, para posterior vergüenza.
El despegue lo recuerdo como algo mínimamente molesto, seguramente gracias a las drogas que me administraron. Una vez en el espacio, tras unos momentos de extraña ingravidez, se activó la gravedad artificial. El amable hombre me ayudó a levantarme del asiento y pude disfrutar de la más maravillosa imagen que jamás ha tenido el hombre: la Tierra vista desde el espacio.
Resultó que el nombre de mi anfitrión era R. Daneel Olivaw. Yo sabía que la R. era por «Robot» y que aquel ser mecánico de apariencia perfectamente humana era una de las creaciones de mi entrevistado en su Serie de los Robots.
El viaje duró tres días. Desconozco como un viaje interestelar podía ser tan breve si no estábamos superando la velocidad de la luz. Le pregunté este extremo a Daneel, pero me dijo de una forma muy, muy amable que era imposible de explicar a mentes tan limitadas como la del ser humano de la actualidad.

Al comienzo del cuarto día llegamos a nuestro destino: Trántor.
La que fue la capital del Primer Imperio Galáctico (antes de George Lucas), es un planeta que es una gran ciudad construida, cubierta al 100% por el titanio de sus edificios,​ a excepción de los jardines del Palacio Imperial, que son el único punto forestal de todo el planeta.
Cuando aterrizamos, me escoltaron a la gran Biblioteca de Trántor, en la que los bibliotecarios se dedican a almacenar y catalogar el conocimiento de la humanidad, haciéndolo accesible desde terminales de ordenador.
Allí, en una confortable sala, me esperaba Isaac Asimov.

Tras las presentaciones y un buen rato de charla junto a dos humeantes tazas de café, di comienzo a la entrevista:

SAMIR DABIAN: Señor Asimov, no puedo comenzar más que con una pregunta: ¿Cuál es su fecha de nacimiento? ¿El 4 de octubre de 1919 o el 2 de enero de 1920? Siempre ha habido debate al respecto.

El escritor se rio. «Buen comienzo», me dije.

ISAAC ASIMOV: Se lo voy a aclarar. Nací el 2 de enero de 1920, pero mi madre, Anna, modificó la fecha para que yo pudiese ingresar en la enseñanza pública un año antes del que me correspondía por la edad. Por eso la disparidad de fechas.

S.D.: ¿Le importaría darnos unos breves retazos de su infancia?
I.A.: Nací en Petróvichi, en la antigua República Socialista Federativa Soviética de Rusia (ahora Smolensk Oblast, Rusia), dentro de una familia de molineros judíos. En 1921, yo y otros 16 niños en Petrovichi nos contagiamos de neumonía doble. Fui afortunado, ya que solo yo sobreviví. En 1923 me trasladé junto a mis padres, Judah Asimov y Anna Rachel Berman, y mi hermana a Nueva York, Estados Unidos, donde adoptamos el apellido Asimov.

S.D.: ¿Y cuál era originariamente?
I.A.: Azimov, Азимов en cirílico. Sin embargo, al escribirlo en letras occidentales, mi padre lo deletreó como S, pensando que se pronunciaba como una Z.

S.D.: ¿Entonces usted aprendió ruso?
I.A.: No. Mis padres siempre hablaban yiddish e inglés conmigo. Me crié en Brooklyn, donde mi padre regentaba varias tiendas de golosinas. A los cuatro años comencé a leer las revistas que allí vendían, sobre todo de ciencia ficción.

S.D.: ¿Eso influyó también en sus estudios?
I.A.: Sí. Asistí a escuelas públicas desde los cinco años. En la universidad, en un principio estudié Zoología, pero después del primer semestre pasé a Químicas, ya que no pude con la disección de un inocente gato callejero.

S.D.: Eso es amor por los animales.
I.A.: Me gradué como bioquímico en la Universidad de Columbia en 1939. Al ser rechazado dos veces para ingresar en las escuelas de medicina, regresé a Columbia e hice un postgrado de química en 1941, y obtuve el título de Doctor en Filosofía en bioquímica en 1948.

S.D.: Para entonces usted ya había publicado, ¿no es así?
I.A.:
Sí. Durante la adolescencia había comenzado a escribir, y a los diecinueve años comencé a publicar mis relatos en revistas pulp como las que había leído de niño.

S.D.: ¿Participó en la Segunda Guerra Mundial?
I.A.: Estuve tres años trabajando como civil en la Estación Experimental de Aire Naval de la Armada de Filadelfia, de 1942 a 1945.

S.D.: Por esa época conoció a la que fue su esposa durante más de treinta años.
I.A.: En efecto, en 1942 contraje matrimonio con Gertrudis Blugerman. Tuvimos dos hijos, David y Robyn. Nos divorciamos en 1973, y al final de ese año me casé con Janet Opal Jeppson.

S.D.: Después de conseguir el doctorado en química, se unió a la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston para ejercer la docencia en calidad de profesor ayudante de Bioquímica.
I.A.:
Sí, hasta 1958, momento en el que me convertí escritor a tiempo completo, aunque seis años antes ya ganaba más dinero de escritor que de profesor.

S.D.: ¿Cuál fue su primera novela?
I.A.: Un guijarro en el cielo, una versión extendida del relato Envejece conmigo encargado por la revista Startling en 1947 y luego rechazado por esta.

S.D.: ¿Su relato fue rechazado?
I.A.:
Sí, y de ahí saqué mi primera novela, que después incorporé a la Saga de la Fundación. Nunca desdeñes un relato, aunque sea rechazado.

¿Hasta el gran Isaac Asimov fue rechazado? En ese momento pensé en un relato mío que fue rechazado en la antología benéfica de fantasía y ciencia ficción de LLEC, y en el que estoy trabajando para convertirlo en una novela, parte de una saga.
¡Y os juro por Crom que desconocía este dato!

S.D.: Tuvo dos etapas dedicadas a publicar novelas de ciencia ficción. De 1950 a 1958, donde publicó ¡dieciséis novelas! Y la segunda, a partir de 1982 con Los límites de la Fundación, cuando amplía su Universo y dota de una consistencia y forma. Usted hace una suerte de tratado de Historia de la Humanidad hasta miles de años en el futuro. Se estima en 429 los libros escritos a lo largo de su carrera.
I.A.:
Ni yo sé, entre relatos y libros, cuan prolífica ha sido mi obra.

En 1966, Asimov ganó por su trilogía Fundación el Premio Hugo de ciencia ficción, que además se otorgaba por primera y única vez con la categoría de «la mejor serie de ciencia ficción de todos los tiempos».

S.D.: Entre esas dos etapas de escritura, se dedicó a la divulgación científica.
IA.:
El lanzamiento del Sputnik en 1957 despertó el interés del público sobre la ciencia, interés que mis editores pidieron que cubriera con cuanto material fuera capaz de escribir. Colaboré con la revista mensual Magazine of Fantasy and Science Fiction en una columna, alcanzando las 399 publicaciones en esta, hasta que mi estado de salud me impidió seguir. Estas columnas, fueron coleccionadas periódicamente en libros por mi principal editor, gozando de éxito.

«Examinen fragmentos de pseudociencia y encontrarán un manto de protección, un pulgar que chupar, unas faldas a las que agarrarse. Y, ¿qué ofrece un científico en cambio? ¡Incertidumbre! ¡Inseguridad!».

Isaac Asimov

S.D.: Otras obras divulgativas suyas son la Guía de la Ciencia para el Hombre Inteligente, El Universo, la Guía Asimov para la Biblia y varios ensayos. Se le considera un humanista y un racionalista.
I.A.:
No me opongo a las convicciones religiosas genuinas de los demás, pero sí a las supersticiones y a las creencias infundadas. Creo que cada uno elige la alternativa en la que se encuentra más cómodo. Yo me encuentro mejor con el sentimiento de que no hay un Dios, y que el universo funciona de acuerdo con sus reglas.

S.D.: A usted se le ha considerado un visionario. En un artículo publicado en 1964, predijo cómo sería el mundo dentro de 50 años. Además de los robots, predijo las videollamadas, los robots de cocina e incluso los «vehículos con cerebro de robot». Advirtió también sobre los problemas de la superpoblación, y afirmó además que los humanos sólo sobrevivirán como especie si algún día logran alcanzar la igualdad efectiva entre hombres y mujeres.
I.A.:
Tengo una fe optimista en un progreso basado en un uso racional de la ciencia y la tecnología.

S.D.: Ha pasado a la historia por proclamar las tres leyes de la robótica:

  1. Un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.
  2. Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley.
  3. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley.

I.A.: Además, el Oxford English Dictionary me dio crédito por introducir en el idioma inglés las palabras «robótica», «positrónica» y «psicohistoria». Respecto a «robótica» solo me imaginé como la fusión natural entre las palabras como mecánica e hidráulica, pero para los robots.

S.D.: La psicohistoria es un elemento fundamental en su Saga de la Fundación, ¿puede explicar ese término?
I.A.:
La psicohistoria es una ciencia producto de una combinación de historia, psicología y estadística matemática para calcular el comportamiento estadístico de poblaciones extremadamente grandes. Parte de la base de que, a pesar de que no se pueden prever las acciones de un individuo en particular, las leyes de las estadísticas aplicadas a grandes grupos de personas podrían predecir el flujo general de los acontecimientos futuros siempre que se disponga de todas las variables.

S.D.: Algo así como la psicología de las masas.
I.A.:
Algo así. Aunque en estos tiempos sería más como el Big Data: la captura de datos para diversos aspectos de una persona, constituirían su perfil psicológico el que sumado al de millones de personas, permitiría no tan sólo predecir un comportamiento, sino también provocarlo.

S.D.: Madre mía, me da escalofríos de pensarlo. También se le considera un precursor de la mezcla de género policíaco con ciencia ficción en su Serie de los Robots, protagonizada por el detective Elijah Baley.
I.A.:
En efecto. Además, son los primeros pasos para la expansión de la humanidad por el Universo y la formación del Imperio Galáctico.

En su novela Bóvedas de acero Asimov describe las Ciudades de la Tierra como grandes megalópolis encapsuladas en gigantescas bóvedas de acero y sin contacto directo con el mundo exterior. Esto provoca que la población se haya vuelto agorafóbica y rechace los avances tecnológicos como los robots. Ahí Asimov aprovecha también para lanzar un alegato en contra del racismo y el miedo al diferente.

S.D.: Podría seguir horas y horas entrevistándole, pero la lanzadera de regreso me espera. Pero tengo un par de preguntas más. La primera, por supuesto, cuáles son sus escritores favoritos.
I.A.:
Bueno. Aquí la verdad es que no llegan muchas novedades, por lo que me centraré en aquellos de cuando estaba en la Tierra. Entre los escritores de ciencia ficción me gusta Arthur C. Clarke, Clifford D. Simak, John Barley y Larry Niven. Y fuera de ella, por ejemplo, en el terreno de misterio, me gustan las escritoras inglesas. Y al margen de todo eso, en mis años jóvenes leí mucho a Dickens, y puesto que usted es español, quiero decirle que he leído el Quijote por lo menos cinco veces, y cada vez lo disfruto más: sé exactamente dónde me voy a reír.

Y entonces lanzó una carcajada.

S.D.: Por último, hablemos sobre su fallecimiento. El 7 de abril de 1992, The New York Times publicó su muerte a consecuencia de un fallo cardíaco y renal, según informó su hermano Stanley. Diez años más tarde se supo cuales habían sido los motivos reales de su muerte: a consecuencia de una transfusión de sangre recibida en una operación en 1983, usted contrajo el virus VIH. ¿Por qué no se indicó la verdadera causa?
I.A.:
Mis médicos insistieron en no hacer pública la información debido al prejuicio que se tenía entonces contra los infectados por esa terrible enfermedad. Ahora, desde el recuerdo, me arrepiento de ello, de dejar llevarme por los prejuicios contra los que tanto había luchado.

S.D.: Entiendo, fue otra época. ¿Y me puede explicar cómo le estoy entrevistando hoy?

El maestro de la ciencia ficción vuelve a reír.

I.A.: La ciencia es maravillosa, querido amigo. No hay nada que la invención humana no acabe consiguiendo.

S.D.: ¿Resurrección?
I.A.:
Puede que sea más bien, un rescate espaciotemporal, unido a un tratamiento de cura y de prolongación de la vida. Otro día puede preguntárselo a Sagan, K. Le Guin o a Clarke.

S.D.: ¿Están también aquí?

En ese momento, Daneel Olivaw vino a buscarme. Mi lanzadera estaba a punto de partir. Isaac Asimov y yo nos despedimos. Me quedé con las ganas de pasear por Trántor y conocer más a fondo la Biblioteca Galáctica. Pero mi visado era de tiempo muy limitado y no quería tentar al destino. Cuando despegué miré la ecumenópolis que dejo atrás. No me despedí de ella porque estaba seguro que volvería algún día.

Sin nada más que contar, me despido hasta la próxima entrevista. Si os ha gustado, compartidla en vuestras redes sociales.

Nota: Este artículo se publicó originariamente en el blog del Grupo LLEC


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ENTREVISTAS POST MORTEM: H. G. Wells

«Nuestra verdadera nacionalidad es la humana».

H. G. Wells

Para la siguiente entrevista, escogí un autor que me enamoró de joven, cuando leí La guerra de los mundos en una de esas ediciones de Clásicos Juveniles.

En un primer lugar, acudí a la señora Rubinstein, la médium que me había facilitado el contacto con el señor Poe. Sin embargo, después de varios intentos de contactar con el espíritu de Herbert George Wells, Rubinstein se dio finalmente por vencida. Wells, un convencido ateo, se negaba a utilizar un medio tan poco científico para contactar conmigo.
Decidí utilizar medios menos ortodoxos. Debía viajar al pasado. Llamé a nuestro compañero Leno Bermúdez, y le pedí prestado la versión más avanzada de su máquina del tiempo, la que había ideado para Destino: El retorno infinito. Había conseguido miniaturizar su armadura temporal hasta ocupar solo el tamaño de unos shorts. Su uso fue ampliamente debatido, ya que es de sobra conocido el peligro de que pises una boñiga de vaca en el pasado y, como consecuencia, Paquirrín domine el mundo. Así que tomamos la decisión de que viajara hasta el 12 de agosto de 1946, un día antes de que el señor Wells pasara a mejor vida.
Viajé a Londres, donde los grajos se arrastran por el suelo, armado con papel y pluma, una petaca de orujo y mis gayumbos temporales, y me escondí en el Regent’s Park, frente a la última casa que habitó Wells.
Activé el dispositivo y a mi alrededor comenzó a moverse todo como en las antiguas cintas de VHS cuando le dabas al rebobinar. Al principio me hizo gracia, pero después me mareé bastante. Creo que allá por 1975 dejé un regalito junto a un árbol: pensé en Paquirrín.
Cuando llegué a la fecha indicada, me deslicé en el interior del número 13 de Hanover Terrace, hasta la habitación del señor Wells. «¿Cómo?», me preguntaréis. Pues con un camuflaje óptico que me hacía un hombre invisible.
En una butaca estaba sentado mi objetivo. El cáncer le había dejado demacrado, aunque todavía los ojos le brillaban con la inteligencia de la que había hecho gala este escritor, novelista, historiador y filósofo británico, con más de cien obras a su espalda.

SAMIR DABIAN: Señor Wells. ¿Le importaría darnos unos breves retazos de su infancia?
H. G. WELLS: Nací el 21 de septiembre de 1866, en el seno de una familia muy humilde. A los once años mi padre sufrió un accidente que le impidió trabajar. Por eso mis hermanos y yo tuvimos que comenzar a trabajar muy pronto.

S.D.: ¿De qué?
H.G.W.: Mi primer empleo fue de aprendiz textil. Por eso conozco de primera mano las miserias de la clase obrera. Siempre me acuciaban los problemas económicos. Estudié en una escuela de gramática, y luego Biología en la Normal School of Science, una parte del Imperial College de Londres. Allí fui uno de los fundadores de la revista escolar The Science School Journal.
S.D.: Fue entonces cuando se interesó por la ciencia (Wells asiente y comienza a toser. Le ofrezco un trago de orujo de mi petaca para que se aclare la garganta). ¿Cuándo fue su primer contacto con la literatura?
H.G.W.: A los nueve años, al romperme la tibia, lo que me llevó a estar mucho tiempo de reposo. Eso propició que aprovechara el tiempo para leer los libros de la biblioteca local que me traía mi padre. Descubrí autores como Charles Dickens o Washington Irving. Gracias a esos maestros despertó en mí el deseo de escribir.
S.D.: Después de graduarse en Zoología, usted colaboró en diversas revistas y periódicos.
H.G.W.: En efecto. Aunque siempre me perseguía la pobreza. En 1891 estaba instalado en Londres y casado con una prima lejana, de la que me separé diez años después. Durante esa época estudiaba, investigaba, daba clases particulares y comencé a publicar mis primeros trabajos de carácter pedagógico en una revista científica. Ese ritmo de vida frenético desembocó en una tuberculosis, momento en el que abandoné todo y me dediqué solo a escribir.
S.D.: Se le considera el «padre de la ciencia ficción».
H.G.W.: Creo que ese honor le corresponde a Julio Verne.
S.D. Pues, junto a Verne y Hugo Gernsback, usted ha inspirado a otros grandes autores de este género. Imaginó viajes en el tiempo, invasiones alienígenas, invisibilidad e ingeniería biológica.
H.G.W.: No hay que quedarse solo en la apariencia, joven. Todas mis obras están influidas por mis convicciones morales. La ciencia ficción es el género perfecto para poder hablar de estos temas universales.

S.D. ¿Por ejemplo?
H.G.W.: En La máquina del tiempo abordo el tema de la lucha de clases; en La isla del doctor Moreau y en El hombre invisible, los límites éticos de la ciencia, y en La guerra de los mundos, hago una crítica de los usos y costumbres de la época victoriana y las prácticas imperialistas británicas.

Hablaba como si estuviera ante un auditorio. Por un momento incluso la enfermedad parecía haber remitido. Wells me dio un discurso convencido de que la ciencia y la educación iban a ser los baluartes de la sociedad del futuro en la que la especie humana daría un salto. Durante los últimos años de su vida, se había dedicado a defender en escritos y conferencias todo aquello que consideraba positivo para el progreso, así como a criticar los grandes conflictos bélicos que habían asolado Europa.

S.D.: Usted también cultivó otros géneros, no solo la ciencia ficción.
H.G.W.: Mi editor siempre me insistía en que abandonase una literatura que consideraba de simple entretenimiento. Las posteriores Kipps y Tono-Bungay beben de la realidad contemporánea y de mi vida personal, se pueden considerar novelas familiares. Después también escribí otras obras más didácticas o sociológicas, como El nuevo Maquiavelo y El mundo liberado.

Me percaté de que, después de su discurso humanista, el bueno del señor Wells se encontraba agotado, así que pensé en dar por concluida la entrevista. Aunque me quedaba una última pregunta que hacerle. Una típica y tópica que nos hacían a todos los escritores:

S.D.: ¿Qué importa más? ¿Lo que escribe o cómo lo escribe? ¿La forma o el fondo?
H.G.W.: Yo hago honradamente lo que puedo por evitar repeticiones en mi prosa y cosas así, pero, quitando un pasaje de altura, no veo el interés de escribir por la belleza del lenguaje sin más.

Le dejé en la cama, roncando después de haber agotado mi último trago de orujo. Activé el camuflaje que me otorgaba la invisibilidad y salí de la casa sin mayor percance. En la calle, oí un ruido en el cielo que me llevó a pensar en si no podían ser los marcianos, que bien podían invadirnos ya. Seguro que cuidarían el planeta mejor que nosotros… Lástima que la humanidad no fuese un poco más como Herbert George Wells y pensase en la ciencia como un catalizador del bien común, no como en un simple mercadeo.
Antes de activar el dispositivo de Leno, decidí visitar The Ten Bells y tomarme un par de pintas a precios de 1946.

Nota: Este artículo se publicó originariamente en el blog del Grupo LLEC


ENTREVISTAS POST MORTEM: J. R. R. Tolkien

La fantasía es, como muchas otras cosas, un derecho legítimo de todo ser humano, pues a través de ella se halla una completa libertad y satisfacción.

J. R. R. Tolkien

Esta entrevista ha sido muy importante para mí. John Ronald Reuel Tolkien es uno de los primeros autores de fantasía que recuerdo haber leído. Y no comencé con El Hobbit, eso hubiera sido demasiado fácil, directamente me enfrenté sin arco ni espada a El señor de los anillos.

Mi tesssoro…

Creo recordar que tenía trece años la primera vez que lo leí; Círculo de Lectores había publicado la trilogía en un único volumen con páginas del grosor del papel de fumar y se lo pedí a mi madre, que estaba suscrita. Al momento caí en las redes de Tolkien y su Tierra Media. Sí, estáis leyendo bien: al momento. Incluso con uno de los peores principios que he leído. Un prólogo que parece escrito para que te aburras y dejes el libro. Pero a mí me enganchó desde esas primeras páginas en la que describe la sociedad de los hobbits.

Había visto la adaptación que en 1978 (gran año) hizo Ralph Bakshi, y puesto que había dejado a medias la saga, tenía que leer el libro para ver cómo acababa la aventura de Frodo y el anillo único.
Por eso cuando v me propusieron esta entrevista, mis ojos se salieron de las órbitas y solo pude balbucear un «sí, por supuesto».
Ahora bien, ¿cómo me iba a poner en contacto con el señor Tolkien? Ya que ni el espiritismo ni el viaje en el tiempo dieron su fruto, solo me quedaba un sitio donde buscar: las Tierras Imperecederas.
Tras varias horas de vuelo y otras tantas de viaje en coche, llegué a una posada llamada El pony desbocado. Allí, en una mesa solitaria, acompañado por una pinta de cerveza Cebadilla Mantecona y una larga pipa humeante, me esperaba mi contacto. Su nombre era Bartos, y era un montaraz del norte que en ocasiones ejercía de guía por los caminos escarpados de la montaña.
A la mañana siguiente emprendimos el viaje al lomo de dos magníficos caballos, negros como el corazón de Sauron. El sendero era sinuoso y con grandes desniveles, y si no hubiera sido por nuestros corceles, el camino se habría hecho eterno y agotador. Solo hicimos una parada para comer una especie de pan de cereales sin miga envuelto en unas hojas que me ayudó a recuperar las fuerzas. Antes del ocaso, por fin llegamos a nuestro destino: los Puertos Grises.

Un navío blanco se mecía en las aguas. En el muelle me recibió Cirdan, el Guardián de las Naves, un anciano muy alto, de barba gris y de ojos sabios. Le habían advertido de mi visita. «Es la primera vez que un viajero tiene un billete de ida y vuelta. Eres un hombre muy afortunado», me dijo. Yo asentí, embriagado ante el viaje inesperado en el que me iba a aventurar.
Subí a bordo; y fueron izadas las velas, y el viento sopló, y la nave se deslizó lentamente a lo largo del estuario gris. Y la nave se internó en la Alta Mar rumbo al Oeste. Pasaron dos días, hasta que por fin en una noche de lluvia sentí en el aire una fragancia y oí cantos que llegaban sobre las aguas. Me pareció que la cortina de lluvia gris se transformaba en plata y cristal, y que el velo se abría y ante mí aparecían unas playas blancas, y más allá un país lejano y verde a la luz de un rápido amanecer.
Había llegado a las Tierras Imperecederas.

Un comité de bienvenida formado por elfos de belleza inmortal me esperaba para acompañarme a la aldea. Nunca podré trasmitir la maravilla que me rodeaba a cada paso en ese paraíso. Cuando llegamos, me condujeron a las puertas de una vivienda sencilla. En el jardín de la entrada, bajo un frondoso árbol, un hombre de aspecto afable me esperaba. Se presentó como John Ronald Reuel Tolkien, me acompañó al interior de su hogar y me hizo sitio en la mesa donde estaban sentados alguno de sus amigos en esas tierras. Reconocí a varios artistas de renombre que eligieron partir a estas tierras de ensueño tiempo ha. No diré ningún nombre, pero uno de ellos era un trovador al que me lo imaginaba más viviendo en Marte, ya que había sido siempre un hombre de las estrellas. Pregunté al señor Tolkien por su reverso satírico, el escritor que siempre cubría la cabeza con un sombrero de ala ancha y gustaba de los magos inútiles y bárbaros que deberían de estar en un geriátrico. Me respondió que se veían en ocasiones, pero que el del sombrero había preferido pasar la eternidad en el Mundodisco en compañía de sus creaciones y teniendo charlas filosóficas con la Muerte.
Me sirvieron un gran desayuno, que se convirtió en comida, y gocé de una agradable conversación con todos ellos que se quedará grabada a fuego en lo más profundo de mi memoria. Después de tan opulenta ingesta regada con vino élfico, el señor Tolkien me condujo a la biblioteca de su hogar. Allí, con una copa de miruvor para que nos calentara los corazones y una pipa de hierba de la Comarca que nos endulzase el alma, comenzamos la entrevista.

SAMIR DABIAN: Señor Tolkien. ¿Le importaría darnos unos breves retazos de su infancia?
J. R. R. TOLKIEN: Nací en Bloemfontein (Sudáfrica) el 3 de enero de 1892. Cuando tenía tres años, mi madre nos llevó a mí y a mi hermano de vacaciones a Inglaterra, mientras que mi padre se quedó en Sudáfrica donde cogió unas fiebres y falleció en 1896.

S.D.: Lo siento. ¿Y qué hizo su madre?
J.R.R.T.: Alquiló una casa en Sharehole Mill, Birmingham, donde ella misma se ocupó de nuestra instrucción, además de sumergirnos en la literatura de mano de libros de cuentos. A mí me gustaron Alicia en el país de las Maravillas y las leyendas del Rey Arturo, pero sobre todo los cuentos de hadas de Andrew Lang. Fueron cuatro años maravillosos.

S.D.: ¿Cuatro años?
J.R.R.T.: Sí. Al convertirse a la fe católica en 1900, mi madre fue rechazada por la familia de mi padre y por la suya propia. Tuvimos que mudarnos a una casa en el suburbio de Moseley, en Birmingham.
Allí comencé a asistir a la King Edward’s School, donde un grupo de amigos formamos el Tea Club and Barrovian Society (TCBS); nos reuníamos para tomar el té después de clase y recitarnos los poemas que creábamos para someterlos a la crítica de los demás miembros.

»Cuatro años después, mi madre falleció de un coma diabético y nos acogió mi tía Beatrice Suffield.

Huérfano de padre y madre con solo doce años, en esa época Tolkien descubrió los poemas de Beowulf y Sir Gawain y el Caballero Verde, y comenzó a inventar lenguajes privados infantiles, que serían la semilla de las complejas lenguas de la Tierra Media.

S.D.: ¿Su tía Beatrice ejerció de tutora?
J.R.R.T.: No, mi madre, antes de morir, designó al padre Francis Xavier Morgan, un sacerdote de ascendencia española del Oratorio de Birmingham. Él se dio cuenta que mi hermano y yo no éramos felices con nuestra tía, y en 1908 nos buscó alojamiento en casa de la señora Faulkner. Allí conocí a Edith Bratt y nos enamoramos. Pero el padre Francis nos prohibió vernos hasta que yo cumpliese los veintiún años. Yo había ganado por entonces una beca para estudiar en Oxford, así que me trasladé allí y me sumergí en el estudio de las lenguas antiguas.

S.D.: De ese estudio surgió el primer personaje de la Tierra Media, Eärendil el Marinero.
J.R.R.T.:
En efecto. De una copla del poema Crist de Cynewulf: «Salve Earendel, el más brillante de los ángeles, enviado a los hombres sobre la tierra media».

S.D.: ¿Cuándo por fin cumplió los veintiuno, se casó con Edith Bratt?
J.R.R.T.:
Nos reencontramos y nos fuimos a vivir a Warwick, con su espectacular castillo y sus hermosos paisajes, pero no pudimos casarnos entonces: era 1914 y la guerra estaba ya próxima. Antes terminé los estudios e ingresé en el cuerpo de Fusileros de Lancashire. Después de la instrucción, y antes de embarcar para Francia, nos casamos.

S.D.: ¿Cómo le afectó la guerra?
J.R.R.T.:
Solo estuve siete meses. En noviembre de 1916 regresé a Inglaterra enfermo de «fiebre de las trincheras». En el frente fallecieron prácticamente todos los miembros del TCBS. En su memoria comencé a escribir El Libro de los Cuentos Perdidos. Después del armisticio, en el 18, Edith, mi hijo John Francis y yo volvimos a Oxford donde nacieron mis otros tres hijos. Allí disfrutaba inventando, escribiendo y dibujando historias, sobre todo para divertir a los niños. Además, obtuve la cátedra de anglosajón en la Universidad de Oxford.

S.D.: Durante esos años conoció a C. S. Lewis, el que después sería el autor de la saga Las crónicas de Narnia.
J.R.R.T.: Sí. Lewis fue un gran apoyo en cuanto a la creación de laTierra Media, ya que me oía sin parar recitándole mi novela, al igual que hacían con otras obras; él me alentó siempre a que terminara mi obra. Juntos formamos los Inklings, una evolución del TCBS, pero en Oxford.

Los Inklings. Incluido C. S. Lewis.

S.D.: ¿Cómo creó El Hobbit?
J.R.R.T.: Comencé antes de 1930. En un principio era solo un cuento para leer a mis hijos más pequeños antes de dormir, ni siquiera lo acabé. Pero llegó a manos de una editorial que me pidió que lo terminase para publicarlo. Fue un éxito inmediato, por lo que les presenté algunas de las historias que había escrito…

S.D.: Lo que ahora conocemos como El Silmarillion.
J.R.R.T.: En efecto. Pero a la editorial no le gustó. Me pidieron más sobre los hobbits.

S.D.:  Y allí nació El señor de los anillos.
J.R.R.T.:
Tardé diecinueve años en acabarlo, recuerdo que al final llegué literalmente a llorar. Pero luego, por supuesto, hubo una impresionante cantidad de revisiones. Mecanografié la obra entera dos veces, y muchas veces por partes, en la cama o en un ático. Por supuesto, no podía pagar un tipeado. También hay algunos errores terribles de gramática, que, viniendo de un Profesor de Lengua y Literatura Inglesas, son bastantes sorprendentes.

El sorprendido fui yo por su comentario. ¿J. R. R. Tolkien no podía permitirse pagar un corrector?

S.D.: ¿Le sorprendió el alcance del éxito de la saga del anillo?
J.R.R.T.: Nunca me lo imaginé. Llegó a ser incluso molesto. Estaban los fans que cruzaban el océano para llamar a la puerta de mi casa, o los que llamaban a las 3 de la mañana para preguntar cuál era el pretérito imperfecto del verbo lanta, o si los Balrogs tenían alas…

S.D.: ¿Para la creación de la Tierra media se basó en algún paisaje en particular?
J.R.R.T.:
Su geografía fue pensada para corresponder con la misma de nuestra Tierra; por ejemplo, la Comarca es muy similar a Warwick o Mordor a las regiones áridas de Turquía y Oriente Medio.

S.D.: Las razas que usted creó, al igual que el sentido de la épica de su fantasía, han sido la base para infinidad de escritores posteriores. ¿Desde el principio tuvo la intención de que algunas razas representaran ciertos principios? Como los Elfos la sabiduría, los Enanos la habilidad, los Hombres el buen gobierno y la batalla, etc.
J.R.R.T.:
No tuve la intención, pero cuando uno tiene estos pueblos entre manos tiene que hacerlos distintos, ¿no? Bueno, por supuesto, todos sabemos que sólo podemos trabajar con la humanidad, es la única arcilla que tenemos. A todos nos gustaría tener mayores poderes para el arte y quisiéramos un tiempo más largo, si no indefinido, para seguir conociendo más y creando más. Por lo tanto, los Elfos son en cierto sentido inmortales. Los Enanos, por supuesto, son de un modo bastante obvio… ¿no diría usted que les recuerda a los judíos? Sus palabras son obviamente semíticas, construidas para que fueran semíticas. Los Hobbits son sólo gente inglesa rústica, hecha de corta estatura porque eso refleja (en general) el corto alcance de su imaginación; no el corto alcance de su coraje y su poder latente.

S.D.: Muchos lectores vemos entre las líneas de El señor de los anillos una crítica a la Revolución Industrial, ¿tenemos razón?
J.R.R.T.: Sí. Me horrorizaba la manera en la que la Revolución Industrial había acabado con la vida tradicional del campo inglés, y la había sustituido por ciudades grises, envueltas en el humo de las industrias. Birmingham, por ejemplo, fue una de las ciudades que más creció gracias a la industria textil, y no es raro encontrar ese disgusto ante el dominio de las fábricas y su destrucción del campo en pasajes como el momento en el que Saruman acaba con el bosque alrededor de Isengard para construir su ejército y unirse a Sauron.

Esto vamos a dejar tras nuestro paso, un solar.

Tolkien era ya un ecologista nato en su época. No quise contarle cómo la industrialización casi estaba acabando con el planeta en la actualidad y cómo a los gobiernos les preocupaba la economía más que la salud pública. No quería deprimirle.

S.D.: Por último, solo quería darle las gracias en nombre de todos los lectores de fantasía por haberle dado al género una pátina de alta literatura y epicidad. Gracias a usted, sobre todo, el género salió del pulp de escritores como Robert E. Howard y alcanzó cotas literarias de grandes escritores modernos.
J.R.R.T.:
Muchas gracias, pero tal y como no hay que desmerecer ningún género, como el de «espada y brujería» de Howard, tampoco hay que pensar que las novelas dirigidas al gran público son menos literatura que Shakespeare. Todas tienen su función y su público.

Di por finalizada la entrevista. El sol hacía tiempo que se había ocultado tras las colinas de aquella tierra de ensueño. El resto de la velada se consumió entre jarras de hidromiel y pipas de un olor dulzón que elevaban el espíritu al son de la música que nos interpretaba el hombre de las estrellas.
A la mañana siguiente, con pesar en el corazón, emprendí mi regreso hacia la Tierra del Hombre.

Sin nada más que contar, me despido hasta la próxima entrevista.

Si os ha gustado la entrevista, compartidla en vuestras redes sociales. Al menos hasta que un heredero de Tolkien me denuncie por usurpación de identidad.

Nota: Este artículo se publicó originariamente en el blog del Grupo LLEC


ENTREVISTAS POST MORTEM: Edgar Allan Poe

Aterrizo en Baltimore (Maryland, Estados Unidos) y, tras dejar mis cosas en un motel y dormir un poco, me dirijo al cementerio de la Iglesia Presbiteriana de Westminster. Llega el ocaso y el viento se levanta azotando las ramas de los árboles, haciéndolos aullar de dolor. Saco la petaca y doy un trago de coñac para calentar el cuerpo y el alma.

La oscuridad impera y puedo ver como un fuego fatuo danza sobre una tumba cercana con un baile grotesco. Algo me roza la pierna y doy un salto. Es un enorme gato negro que se sienta junto a mí y abre la boca. De sus fauces surge un vapor verdoso que comienza a tomar la forma de un hombre delgado, de poco más de metro setenta de altura, frente ancha y un pequeño bigote. Pero lo que más me sorprende es la tristeza que reflejan sus ojos.

—Buenas noches —tartamudeo—. ¿El señor Poe? ¿Edgar Allan Poe?
—El mismo —responde.
Me tiende la mano y la mía la atraviesa, produciéndome un escalofrío. Los dos nos disculpamos a la vez, ninguno de nosotros está acostumbrado a una entrevista entre ambos lados del velo.

Le pido que tome asiento y me contesta que está bien, que ya no le cansa estar de pie. Como yo sigo vivo, tras pedirle permiso, me siento en la base del monumento que corona su sepultura, que comparte con su amada Virginia y la madre de esta, Maria Clemm. Saco la libreta y la pluma y, tras un cordial intercambio de palabras, comienzo la entrevista:

SAMIR DABIAN: Señor Poe. ¿Le importaría darnos unos breves retazos de su infancia?
EDGAR ALLAN POE: Nací el 19 de enero de 1809 en Boston. Mis padres eran actores itinerantes, por lo que el arte está en mi sangre. Mi padre nos abandonó a mí y a mis dos hermanos al año siguiente y, cuando yo tenía poco más de dos años, mi madre, Elisabeth, falleció de tuberculosis. A los tres hijos nos acogieron familias distintas. A mí no me llegaron a adoptar, aunque tomé el apellido de mi padrastro, John Allan, un acaudalado comerciante con el que solo tuve desavenencias. Sin embargo, mi madrastra, Frances, fue un ángel que solo me dio amor.

S.D.: ¿Cuándo tomó interés por la literatura?
E.A.P.: Desde el colegio leí los grandes clásicos como Ovidio o Virgilio. A los catorce años ya componía poemas, y en la Universidad de Virginia estudié lenguas.

S.D.: Le expulsaron de la Universidad, ¿no? Dicen que allí comenzaron sus problemas con el alcohol.
E.A.P.: ¡Necias palabras difundidas por mis enemigos! Como todo universitario, acudía a la cantina y sí, es cierto, tuve deudas por el juego. Pero no me expulsaron, me fui a Boston porque quería ganarme la vida como periodista. Sin embargo, tuve que alistarme en el ejército, donde publiqué mis dos primeros libros de poemas. Mientras estaba allí, mi padrastro me comunicó el fallecimiento de mi adorada madrastra. El muy bastardo no me había dicho que estaba enferma. Me tuve que conformar con ir a su funeral. Conseguí que me licenciaran antes de tiempo y, tras morir también mi hermano, me esforcé en vivir de mis escritos.

Valoro si preguntarle por su casamiento con su prima de trece años, Virginia, pero la médium que nos ha puesto en contacto me ha especificado que es algo muy doloroso para él. Su muerte le marcó profundamente y se unió al destino de las otras mujeres de su vida apartadas de su lado por la Parca. No me extraña el carácter trágico que marcó su obra.

S.D.: Trabajó como crítico literario, redactor jefe y editor de varios periódicos mientras publicaba sus libros de relatos, ¿cuál fue su primer gran éxito?
E.A.P.: El poema El cuervo, sin lugar a duda. Me convirtió en una celebridad y en un asiduo en los salones literarios.

S.D. No obstante, usted ha pasado a la historia por sus cuentos, como El pozo y el péndulo, El gato negro o Los crímenes de la calle Morgue.

E.A.P.: Considero que la máxima expresión literaria es la poesía, como mi admirado Lord Byron, y a ella dediqué mis mayores esfuerzos. Sin embargo, los cuentos si obtuvieron mayor éxito de público, ya que permiten una lectura sin interrupciones, una unidad de efecto que resulta imposible en la novela.

S.D. Además se le considera el precursor del relato de detectives.

E.A.P.: En efecto, por medio de los relatos protagonizados por C. Auguste Dupin, el primer detective de la ficción. Arthur Conan Doyle admitió haberse inspirado en él al crear a su Sherlock Holmes.

S.D.: Sus cuentos de terror góticos han inspirado a numerosos escritores, como H.P. Lovecraft, y han quedado como un clásico de la literatura, ¿por qué cultivó este género?
E.A.P.: Como ya he dicho, quería vivir de mis escritos, por lo que elegí un género que era del gusto de mis coetáneos.

S.D.: Usted tenía un buen olfato comercial. Al menos en su época no había el auge de la piratería que hay ahora.
E.A.P.: ¿Cómo qué no? No teníamos ninguna legislación internacional sobre los derechos de autor, y los editores estadounidenses preferían piratear obras inglesas en lugar de pagar a sus conciudadanos por las suyas.

S.D.: Lo desconocía… Una última cuestión. Su fallecimiento fue propio de uno de sus macabros cuentos. Dos semanas antes de casarse con su segunda esposa, estuvo varios días desaparecido hasta que le encontraron vagando por las calles de Baltimore, con los ropajes de otra persona y en un estado de delirio. Lo último que pronunció antes de morir fue: «¡Que Dios ayude a mi pobre alma!». ¿Puede aportarnos algo que ayude a resolver este misterio?

De improviso Poe suelta una carcajada que helaría la sangre del mismísimo Vicent Price y comienza a desvanecerse. A lo lejos creo escuchar a un cuervo graznar: «¡Nunca más!» y el espíritu del poeta atormentado desaparece.
Guardo la libreta y la pluma, saco de nuevo la petaca y le doy otro sorbo a la bebida espirituosa. Entrevistar a un escritor fallecido siempre me deja frío.

Nota: Este artículo se publicó originariamente en el blog del Grupo LLEC