Escribir es un trabajo solitario. Incluso si un escritor socializa con regularidad, cuando llega al verdadero negocio de su vida, es él y su máquina de escribir o procesador de textos. Nadie más está o puede estar involucrado en el asunto.
Isaac Asimov

En esta ocasión, la planificación de la entrevista hizo que me pusiera muy nervioso, hasta el borde del colapso.
Tenía dos buenos motivos. Primero, entrevistar a quien puede considerarse como uno de los mejores, si no el mejor, escritor de ciencia ficción de todos los tiempos: el maestro Isaac Asimov.
El segundo era el viaje en sí.
No me dejaron llevar maleta alguna. Ni una mísera bolsa de deporte con un par de mudas.
No sé cómo David Lorén Bielsa había conseguido el contacto, pero en menuda me metió. Un todoterreno negro con las lunas tintadas me recogió en mi casa. No se me permite decir adónde me llevaron, pero el viaje en coche duró varias horas.
Cuando llegamos al destino, me sometieron a un proceso de desinfección que ríete tú de los NRBQ. Mi ropa, junto al resto de los enseres, quedaron almacenados para recogerlos a la vuelta. Tuve que insistir, ya que por ellos hubiesen incinerado todo. El miedo de los espaciales a las enfermedades de la Tierra era cercano a la paranoia. No explicaré, por pudor, el proceso de desinfección, pero solo indicaré que desconocía la cantidad de agujeros por limpiar que tiene mi cuerpo.
Una vez pulcro y sin un microorganismo ni virus —¡jódete Covid-19!— en mí, descendí por un ascensor hasta el subsuelo del edificio, situado en las afueras de XXXX, o sea: en el culo del mundo civilizado. Allí me esperaba una estilizada nave espacial.
Un hombre alto y delgado, de suaves rasgos y mejores modales, me ayudó a enganchar las correas de sujeción para no salir despedido en el despegue. Es de sobra conocido en mi familia mi pánico a volar, no llego a la fobia que tuvo Asimov (padecía de aerofobia), pero suelo dejar señales de mis uñas en los reposabrazos de mi asiento. Sin embargo, la pastilla que me sirvió ese Adonis espacial hizo que me tranquilizara al momento. «¡Esa mierda sí que es buena!», exclamé, para posterior vergüenza.
El despegue lo recuerdo como algo mínimamente molesto, seguramente gracias a las drogas que me administraron. Una vez en el espacio, tras unos momentos de extraña ingravidez, se activó la gravedad artificial. El amable hombre me ayudó a levantarme del asiento y pude disfrutar de la más maravillosa imagen que jamás ha tenido el hombre: la Tierra vista desde el espacio.
Resultó que el nombre de mi anfitrión era R. Daneel Olivaw. Yo sabía que la R. era por «Robot» y que aquel ser mecánico de apariencia perfectamente humana era una de las creaciones de mi entrevistado en su Serie de los Robots.
El viaje duró tres días. Desconozco como un viaje interestelar podía ser tan breve si no estábamos superando la velocidad de la luz. Le pregunté este extremo a Daneel, pero me dijo de una forma muy, muy amable que era imposible de explicar a mentes tan limitadas como la del ser humano de la actualidad.

Al comienzo del cuarto día llegamos a nuestro destino: Trántor.
La que fue la capital del Primer Imperio Galáctico (antes de George Lucas), es un planeta que es una gran ciudad construida, cubierta al 100% por el titanio de sus edificios, a excepción de los jardines del Palacio Imperial, que son el único punto forestal de todo el planeta.
Cuando aterrizamos, me escoltaron a la gran Biblioteca de Trántor, en la que los bibliotecarios se dedican a almacenar y catalogar el conocimiento de la humanidad, haciéndolo accesible desde terminales de ordenador.
Allí, en una confortable sala, me esperaba Isaac Asimov.

Tras las presentaciones y un buen rato de charla junto a dos humeantes tazas de café, di comienzo a la entrevista:
SAMIR DABIAN: Señor Asimov, no puedo comenzar más que con una pregunta: ¿Cuál es su fecha de nacimiento? ¿El 4 de octubre de 1919 o el 2 de enero de 1920? Siempre ha habido debate al respecto.
El escritor se rio. «Buen comienzo», me dije.
ISAAC ASIMOV: Se lo voy a aclarar. Nací el 2 de enero de 1920, pero mi madre, Anna, modificó la fecha para que yo pudiese ingresar en la enseñanza pública un año antes del que me correspondía por la edad. Por eso la disparidad de fechas.
S.D.: ¿Le importaría darnos unos breves retazos de su infancia?
I.A.: Nací en Petróvichi, en la antigua República Socialista Federativa Soviética de Rusia (ahora Smolensk Oblast, Rusia), dentro de una familia de molineros judíos. En 1921, yo y otros 16 niños en Petrovichi nos contagiamos de neumonía doble. Fui afortunado, ya que solo yo sobreviví. En 1923 me trasladé junto a mis padres, Judah Asimov y Anna Rachel Berman, y mi hermana a Nueva York, Estados Unidos, donde adoptamos el apellido Asimov.
S.D.: ¿Y cuál era originariamente?
I.A.: Azimov, Азимов en cirílico. Sin embargo, al escribirlo en letras occidentales, mi padre lo deletreó como S, pensando que se pronunciaba como una Z.
S.D.: ¿Entonces usted aprendió ruso?
I.A.: No. Mis padres siempre hablaban yiddish e inglés conmigo. Me crié en Brooklyn, donde mi padre regentaba varias tiendas de golosinas. A los cuatro años comencé a leer las revistas que allí vendían, sobre todo de ciencia ficción.
S.D.: ¿Eso influyó también en sus estudios?
I.A.: Sí. Asistí a escuelas públicas desde los cinco años. En la universidad, en un principio estudié Zoología, pero después del primer semestre pasé a Químicas, ya que no pude con la disección de un inocente gato callejero.
S.D.: Eso es amor por los animales.
I.A.: Me gradué como bioquímico en la Universidad de Columbia en 1939. Al ser rechazado dos veces para ingresar en las escuelas de medicina, regresé a Columbia e hice un postgrado de química en 1941, y obtuve el título de Doctor en Filosofía en bioquímica en 1948.

S.D.: Para entonces usted ya había publicado, ¿no es así?
I.A.: Sí. Durante la adolescencia había comenzado a escribir, y a los diecinueve años comencé a publicar mis relatos en revistas pulp como las que había leído de niño.
S.D.: ¿Participó en la Segunda Guerra Mundial?
I.A.: Estuve tres años trabajando como civil en la Estación Experimental de Aire Naval de la Armada de Filadelfia, de 1942 a 1945.
S.D.: Por esa época conoció a la que fue su esposa durante más de treinta años.
I.A.: En efecto, en 1942 contraje matrimonio con Gertrudis Blugerman. Tuvimos dos hijos, David y Robyn. Nos divorciamos en 1973, y al final de ese año me casé con Janet Opal Jeppson.
S.D.: Después de conseguir el doctorado en química, se unió a la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston para ejercer la docencia en calidad de profesor ayudante de Bioquímica.
I.A.: Sí, hasta 1958, momento en el que me convertí escritor a tiempo completo, aunque seis años antes ya ganaba más dinero de escritor que de profesor.
S.D.: ¿Cuál fue su primera novela?
I.A.: Un guijarro en el cielo, una versión extendida del relato Envejece conmigo encargado por la revista Startling en 1947 y luego rechazado por esta.
S.D.: ¿Su relato fue rechazado?
I.A.: Sí, y de ahí saqué mi primera novela, que después incorporé a la Saga de la Fundación. Nunca desdeñes un relato, aunque sea rechazado.
¿Hasta el gran Isaac Asimov fue rechazado? En ese momento pensé en un relato mío que fue rechazado en la antología benéfica de fantasía y ciencia ficción de LLEC, y en el que estoy trabajando para convertirlo en una novela, parte de una saga.
¡Y os juro por Crom que desconocía este dato!

S.D.: Tuvo dos etapas dedicadas a publicar novelas de ciencia ficción. De 1950 a 1958, donde publicó ¡dieciséis novelas! Y la segunda, a partir de 1982 con Los límites de la Fundación, cuando amplía su Universo y dota de una consistencia y forma. Usted hace una suerte de tratado de Historia de la Humanidad hasta miles de años en el futuro. Se estima en 429 los libros escritos a lo largo de su carrera.
I.A.: Ni yo sé, entre relatos y libros, cuan prolífica ha sido mi obra.
En 1966, Asimov ganó por su trilogía Fundación el Premio Hugo de ciencia ficción, que además se otorgaba por primera y única vez con la categoría de «la mejor serie de ciencia ficción de todos los tiempos».
S.D.: Entre esas dos etapas de escritura, se dedicó a la divulgación científica.
IA.: El lanzamiento del Sputnik en 1957 despertó el interés del público sobre la ciencia, interés que mis editores pidieron que cubriera con cuanto material fuera capaz de escribir. Colaboré con la revista mensual Magazine of Fantasy and Science Fiction en una columna, alcanzando las 399 publicaciones en esta, hasta que mi estado de salud me impidió seguir. Estas columnas, fueron coleccionadas periódicamente en libros por mi principal editor, gozando de éxito.
«Examinen fragmentos de pseudociencia y encontrarán un manto de protección, un pulgar que chupar, unas faldas a las que agarrarse. Y, ¿qué ofrece un científico en cambio? ¡Incertidumbre! ¡Inseguridad!».
Isaac Asimov
S.D.: Otras obras divulgativas suyas son la Guía de la Ciencia para el Hombre Inteligente, El Universo, la Guía Asimov para la Biblia y varios ensayos. Se le considera un humanista y un racionalista.
I.A.: No me opongo a las convicciones religiosas genuinas de los demás, pero sí a las supersticiones y a las creencias infundadas. Creo que cada uno elige la alternativa en la que se encuentra más cómodo. Yo me encuentro mejor con el sentimiento de que no hay un Dios, y que el universo funciona de acuerdo con sus reglas.
S.D.: A usted se le ha considerado un visionario. En un artículo publicado en 1964, predijo cómo sería el mundo dentro de 50 años. Además de los robots, predijo las videollamadas, los robots de cocina e incluso los «vehículos con cerebro de robot». Advirtió también sobre los problemas de la superpoblación, y afirmó además que los humanos sólo sobrevivirán como especie si algún día logran alcanzar la igualdad efectiva entre hombres y mujeres.
I.A.: Tengo una fe optimista en un progreso basado en un uso racional de la ciencia y la tecnología.

S.D.: Ha pasado a la historia por proclamar las tres leyes de la robótica:
- Un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.
- Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley.
- Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley.
I.A.: Además, el Oxford English Dictionary me dio crédito por introducir en el idioma inglés las palabras «robótica», «positrónica» y «psicohistoria». Respecto a «robótica» solo me imaginé como la fusión natural entre las palabras como mecánica e hidráulica, pero para los robots.
S.D.: La psicohistoria es un elemento fundamental en su Saga de la Fundación, ¿puede explicar ese término?
I.A.: La psicohistoria es una ciencia producto de una combinación de historia, psicología y estadística matemática para calcular el comportamiento estadístico de poblaciones extremadamente grandes. Parte de la base de que, a pesar de que no se pueden prever las acciones de un individuo en particular, las leyes de las estadísticas aplicadas a grandes grupos de personas podrían predecir el flujo general de los acontecimientos futuros siempre que se disponga de todas las variables.
S.D.: Algo así como la psicología de las masas.
I.A.: Algo así. Aunque en estos tiempos sería más como el Big Data: la captura de datos para diversos aspectos de una persona, constituirían su perfil psicológico el que sumado al de millones de personas, permitiría no tan sólo predecir un comportamiento, sino también provocarlo.
S.D.: Madre mía, me da escalofríos de pensarlo. También se le considera un precursor de la mezcla de género policíaco con ciencia ficción en su Serie de los Robots, protagonizada por el detective Elijah Baley.
I.A.: En efecto. Además, son los primeros pasos para la expansión de la humanidad por el Universo y la formación del Imperio Galáctico.

En su novela Bóvedas de acero Asimov describe las Ciudades de la Tierra como grandes megalópolis encapsuladas en gigantescas bóvedas de acero y sin contacto directo con el mundo exterior. Esto provoca que la población se haya vuelto agorafóbica y rechace los avances tecnológicos como los robots. Ahí Asimov aprovecha también para lanzar un alegato en contra del racismo y el miedo al diferente.
S.D.: Podría seguir horas y horas entrevistándole, pero la lanzadera de regreso me espera. Pero tengo un par de preguntas más. La primera, por supuesto, cuáles son sus escritores favoritos.
I.A.: Bueno. Aquí la verdad es que no llegan muchas novedades, por lo que me centraré en aquellos de cuando estaba en la Tierra. Entre los escritores de ciencia ficción me gusta Arthur C. Clarke, Clifford D. Simak, John Barley y Larry Niven. Y fuera de ella, por ejemplo, en el terreno de misterio, me gustan las escritoras inglesas. Y al margen de todo eso, en mis años jóvenes leí mucho a Dickens, y puesto que usted es español, quiero decirle que he leído el Quijote por lo menos cinco veces, y cada vez lo disfruto más: sé exactamente dónde me voy a reír.
Y entonces lanzó una carcajada.
S.D.: Por último, hablemos sobre su fallecimiento. El 7 de abril de 1992, The New York Times publicó su muerte a consecuencia de un fallo cardíaco y renal, según informó su hermano Stanley. Diez años más tarde se supo cuales habían sido los motivos reales de su muerte: a consecuencia de una transfusión de sangre recibida en una operación en 1983, usted contrajo el virus VIH. ¿Por qué no se indicó la verdadera causa?
I.A.: Mis médicos insistieron en no hacer pública la información debido al prejuicio que se tenía entonces contra los infectados por esa terrible enfermedad. Ahora, desde el recuerdo, me arrepiento de ello, de dejar llevarme por los prejuicios contra los que tanto había luchado.
S.D.: Entiendo, fue otra época. ¿Y me puede explicar cómo le estoy entrevistando hoy?
El maestro de la ciencia ficción vuelve a reír.
I.A.: La ciencia es maravillosa, querido amigo. No hay nada que la invención humana no acabe consiguiendo.
S.D.: ¿Resurrección?
I.A.: Puede que sea más bien, un rescate espaciotemporal, unido a un tratamiento de cura y de prolongación de la vida. Otro día puede preguntárselo a Sagan, K. Le Guin o a Clarke.
S.D.: ¿Están también aquí?
En ese momento, Daneel Olivaw vino a buscarme. Mi lanzadera estaba a punto de partir. Isaac Asimov y yo nos despedimos. Me quedé con las ganas de pasear por Trántor y conocer más a fondo la Biblioteca Galáctica. Pero mi visado era de tiempo muy limitado y no quería tentar al destino. Cuando despegué miré la ecumenópolis que dejo atrás. No me despedí de ella porque estaba seguro que volvería algún día.
Sin nada más que contar, me despido hasta la próxima entrevista. Si os ha gustado, compartidla en vuestras redes sociales.
Nota: Este artículo se publicó originariamente en el blog del Grupo LLEC
